Bolsonaro presidente: una tragedia para Brasil, un salto al vacío para la región

El 27 de octubre, en la víspera de la segunda vuelta presidencial en Brasil, el artífice principal de la mega investigación “Lava Jato”, el ex procurador general de la República Rodrigo Janot, oficializaba su voto para el petista Fernando Haddad, “contra la intolerancia”. Este último e inesperado pronunciamiento, se sumaba a otras declaraciones que, en los días y semanas previas, anunciaban el posicionamiento de gran parte del espectro político moderado sino en favor de Haddad, al menos en contra del ex capitán del ejército Jair Messias Bolsonaro y su discurso racista, machista y homófobo. Por otro lado, el protagonista absoluto de la investigación, el juez federal Sergio Moro, mostraba simpatía por la candidatura de Bolsonaro, quien ahora está considerando apuntarlo como Ministro de Justicia.

Alguien dijo, en los días álgidos de la investigación por corrupción más grande de la historia de Brasil, que el Lava Jato iba a terminar acabando “con todo”, no solo con el Partido de los Trabajadores como deseaban sus promotores: la oposición y facciones del poder judicial. La sed de la clase media por penas ejemplares -estimulada deliberadamente a golpes de delación premiada y reportajes sensacionalistas- no iba a saciarse con la destrucción del “partido más corrupto de la historia”, sino que exigiría muchas más cabezas, posiblemente todas. Como siempre, las premoniciones son tales solo con el diario del lunes y en este caso, además, se trata de una verdad a medias. Lo que es cierto es que es en el “Lava Jato” en donde hay que buscar una de las razones de lo que aconteció el 7 de octubre y se ratificó este domingo.

La crisis de legitimidad del sistema político en su conjunto -un dato de ninguna forma nuevo- ha llegado a un punto de quiebre a partir del inicio de la mani pulite brasileña, que ha producido un resultado político similar al de Italia, pero más preocupante: ha parido un Berlusconi de fuerte tinte fascista. Poco importa que el ahora ex diputado por Rio de Janeiro haya hecho su ingreso en la política hace tres décadas, cambiado partido cuatro veces y cuente con un vergonzoso historial de ausencias en las sesiones parlamentarias, con un solo proyecto aprobado a su nombre o que no tenga denuncias por corrupción, pero sí varias penales y que haya sido acusado en estas elecciones de recibir financiamientos ilícitos para difundir fake news, algo que el Tribunal Electoral ha decidido no sancionar. Porque una vez eliminado de la contienda el ex presidente Luiz Inacio “Lula” da Silva (en prisión tras una condena en segunda instancia que ha sido criticada por Naciones Unidas), Bolsonaro ha logrado convencer al electorado de que disponía de todas las cualidades características de varias candidaturas de derecha exitosas a nivel global en los últimos años: la “novedad”, la “otredad” con respecto al sistema político, la “genuinidad” declinada como lo políticamente incorrecto.

Outsider y presentada por un partido minúsculo, la candidatura de extrema derecha de Jair Bolsonaro ha provocado el hundimiento de los partidos históricos de centro (MDB) y derecha (PSDB), revolviendo el escenario político. Paradójicamente, han logrado mantener sus posiciones la centroizquierda (PDT), la izquierda (PSOL, que aumenta el número de diputados) y sobre todo el odiado PT, que conserva la bancada más grande de la cámara de diputados, aunque no es menor el dado de la abstención, ya que 42 millones de brasileños no han votado o han votado en blanco. De todos modos, no hay que equivocarse: se trata de una derrota histórica para el progresismo brasileño, en las urnas y en las calles.

Tampoco hay que olvidar que estas elecciones se han desarrollado en condiciones de verdadero estado de excepción, comenzado con el golpe parlamentario de 2016 y consagrado por el encarcelamiento en abril pasado del ex presidente Lula, candidato favorito a la victoria final (el 39% de intenciones de voto según el último relevamiento en agosto), pasando por el asesinato de políticos y militantes sociales (como la concejala del PSOL Marielle Franco, en medio de denuncias por el accionar policial en las favelas). Ha sido una campaña electoral ensangrentada, con varios muertos y heridos entre los partidarios de Haddad, un asalto cuchillo en la mano contra Bolsonaro y varios asesinatos de personas LGBTIQ que se pueden reconducir a fanáticos del ex militar. Una campaña condimentada, además, con continuas declaraciones belicosas de las fuerzas armadas; con la amenaza del presidente electo de que no aceptaría sino un resultado que lo tuviera como ganador; coronada con preocupantes escenas de desfiles de tanques festejando por las calles de Rio de Janeiro en las últimas horas del domingo.

La derecha gana prometiendo un retorno a un pasado idealizado, un “Make Brasil great again” que, en palabras de Bolsonaro, equivaldría a llevar al país a como era hace 50 años. Sin embargo, en este caso, la mirada nostálgica se cruza con las banderas históricas de la derecha brasileña y se colorea del racismo colonial, que apunta contra la población afrobrasileña (que conforma más de la mitad de la población); así como de la reivindicación abierta de la dictadura, de la tortura; y de la promesa de “cárcel o deportación para los bandidos rojos” (sic.). Más que un Trump brasileño, entonces, Bolsonaro es un hijo orgulloso del Golpe del ’64, cuyos protagonistas nunca fueron puestos en el banquillo de los acusados en los treinta años del Brasil democrático, y que ahora, respaldados por las iglesias pentecostales y las fuerzas armadas, reactualizan su programa prometiendo un neoliberalismo autoritario.

Las relaciones internacionales del Brasil de Bolsonaro.

Salida del Consejo de Derechos Humanos de la ONU y del Acuerdo del Cambio Climático de París, interrupción de la transferencia de tierras a los pueblos indígenas, la deforestación del Amazonas, invasión de Venezuela. Si el programa de Bolsonaro es aplicado en su totalidad, será una bomba para la región y para el mundo. Más que un programa, empero, se trata de un compendio de declaraciones lanzadas por el candidato de extrema derecha o por sus familiares y colaboradores, en una campaña electoral en la cual el único eje fue atacar el PT, a la izquierda y a “los corruptos”, rechazando repetidamente las instancias de debate y de exposición de su plan de gobierno.

Sin embargo, ahora sí de forma similar a lo acontecido con Trump, sus explosivas intenciones deberán enfrentar el test de la realidad y podrían terminar asumiendo un carácter más pragmático de lo que sus seguidores desean, al chocarse con restricciones externas y las contradicciones domesticas que siempre han determinado la política exterior de Brasil. Lo poco que se sabe es que Bolsonaro promoverá un realineamiento con EE.UU. y con Israel más acentuado aun que durante la gestión de Michel Temer, comenzando con el gesto de mudar la embajada brasileña a Jerusalén, así como hizo la administración norteamericana.

Con respecto a China, la cuestión es más complicada, ya que, por un lado, el presidente electo ha atacado repetidamente la política comercial del gigante asiático en Brasil y ha visitado Taiwán, causando un incidente diplomático. Por otro lado, sin embargo, Pekín representa el primer mercado para las exportaciones brasileñas, y parece perfilarse como uno de los principales compradores en el caso que el lema de campaña “privatizar todo” se aplique a las numerosas empresas estatales. De todas formas, esta actitud con respecto a China –sumada al acercamiento a Japón- parece sugerir que el tiempo de los BRICS está definitivamente terminado.

A nivel regional, la elección del ultraderechista parece ser la lápida del “regionalismo post-hegemónico” y sus instituciones, ya debilitadas por los gobiernos neoliberales de Sudamérica. Por un lado, Bolsonaro se ha preocupado de informar que considera que los países del Mercosur deberían ser libres de negociar tratados de libre comercio por separado, mientras que no muestra tener interés en reactivar la Unasur ni la Celac, y hasta parece poner en segundo plano la relación con Argentina, prefiriendo organizar su primer viaje a Chile. El peor escenario que se puede imaginar es que la reorientación hacia EE.UU. signifique una parcial reedición de esa política de “subimperialismo” como aliado menor de la potencia del norte en la región que Ruy Mauro Marini denunció y analizó en los años ’60 y ’70, dando por tierra con todo el proceso de “sudamericanizacion” de los asuntos regionales que se había logrado en los años pasados.

 

 

[Anteriormente publicado aquì]

Lascia un commento

Il tuo indirizzo email non sarà pubblicato. I campi obbligatori sono contrassegnati *