Mais ordem, menos progresso: la extrema derecha al poder en Brasil Apuntes para pensar lo impensable.

                                                                                                                                                                              “… y en ese claroscuro surgen los monstruos”

Hubo un momento en el cual pareció -optimismo de la voluntad mediante- que el proceso que había llevado al gobierno en Brasil un ex líder metalúrgico y un partido que alguna vez se consideró revolucionario (si bien una revolución “democrática”, o según algunos “pasiva”, hay que decirlo) estaba modificando profundamente las relaciones de fuerza en el país hermano, en la superpotencia doliente de las desigualdades de todo tipo. Ha llegado el momento de asumir sin equivocaciones -pesimismo de la razón- las limitaciones de la transformación propuesta y realizada por el Partido de los Trabajadores, porque la coyuntura lo exige; necesitamos despertar.

El ciclo del golpe se ha cerrado: después de casi cuatro años de lenta agonía, la democracia liberal ha estirado la pata. O tal vez no, pero lo que es seguro es que ha sido vaciada de su contenido hasta el límite, con el jefe de la oposición en la cárcel y su verdugo Moro en el gobierno, solo un escalón más abajo de un presidente fascista. El dilema, la cuestión, es si Bolsonaro significa que estamos ante las puertas del fascismo en cuanto régimen, una dictadura fascista, una época de neoliberalismo autoritario y represión sin fin. Algunxs dicen que sí, y habrá que creerles, porque se trata de lxs que en Brasil están sufriendo las arremetidas de una base bolsonarista envalentonada por la borrachera electoral, en un “valetudo” siniestro protagonizado por combatientes sin o con uniforme. 

Movimientos sociales, miembros de la comunidad LGBTIQ, negros, estudiantes, izquierdistas. Su voluntad de lucha, su negativa a irse “al exilio o a la cárcel”, nos da esperanza, y nos recuerda que la historia no está escrita antes de escribirse. Que la hegemonía es un campo de lucha cambiante y no un cheque en blanco. Que la constitución de un nuevo bloque histórico autoritario, fascista, todavía está lejos de ser realidad. Que la misma naturaleza, alcance y profundidad de este fascismo incipiente, dependerá de la predisposición al combate de las y los subalternos, dado que en la vocación “democrática” de la clase dominante no se puede confiar. 

Bolsonaro desde arriba: la diferencia entre grande y pequeña política

Hay un escenario en el cual Bolsonaro es “simplemente” el producto de la crisis de representación política, del escándalo de corrupción del PT y de la mega operación mediático-judicial “Lava Jato”, de la aprobación a un dígito del gobierno Temer y de la debacle de su partido, el dominus de la política brasileña desde la vuelta de la democracia. En dicho escenario, el meteoro derechista se mete en la contienda y la gana sorpresivamente a fuerza de declaraciones irrepetibles y fake news y, al hacerlo, destroza un arco opositor centrado en su persona, que, a lo largo de la campaña, había agregado afiliados hasta en los partidos de derecha. 

Y también existe otro plano, donde a pesar del estado de excepción que se había logrado con el impeachment de Dilma la reforma de las jubilaciones no avanza, donde hay que garantizar la prosecución de la entrega de los recursos nacionales, como los yacimientos pre-sal (Shell, Chevron, ExxonMovil, BP, Total, pero también compañías chinas, colombianas y noruegas) y la semi-publica Embraer (Boeing, EE.UU.) y extenderla al considerable parque de empresas estatales. Donde hay que liberar el Amazonas a los apetitos ruralistas, las bases militares a la U.S. Army y el Mercosur a los tratados de libre comercio bilaterales. 

En este segundo escenario, el PT es el equivalente de un juguete roto, que había demostrado al mismo tiempo no ser más económicamente confiable, a pesar del neoliberalismo tardío de Dilma, y de no controlar su propia base, revuelta contra este intento desesperado de complacer una burguesía que ya olía la sangre de la presa. Con la clásica victoria pírrica de las elecciones de 2014 como precuela, esta película prosigue con un lento trabajo de bordado que se apoya en los extra, los mismos aliados del PT y un congreso derechizado, para lograr su desafuero, abandonando la política lulista del “ganha-ganha” por la promesa de una victoria total. Al final del primer capítulo hace su reaparición, tomado por los pelos desde el fondo del elenco, Jair Messias Bolsonaro, un actor secundario que no acontece “por casualidad”, sino que, financiamientos ilícitos de campaña de por medio, es identificado por las clases dominantes como la mejor salida de la prolongada crisis política, más de los partidos conservadores tradicionales, por la radicalidad que ofrece y el autoritarismo que ya encarna.

Obviamente, un escenario no excluye el otro, sino que los dos se entrelazan.           

La “pequeña política” del circo parlamentario, de un proceso de impeachment tambaleante, del espectáculo vergonzoso de un desfile de declaraciones de voto dedicadas a dios, a la familia y a los torturadores de Dilma. De la lucha contra la corrupción y del juicio exprés contra Lula.                                                                               

La “gran política” del cambio de estructura, de la ruptura del pacto neodesarrollista, de la avanzada contra los derechos de los trabajadores, del “vamos por todo” de la recuperación de la rentabilidad y de las nuevas fronteras de la ganancia. Dos lugares -el palco y el detrás de las escenas- puestos magistralmente en comunicación por el poder judicial, que ha avalado el proceso hasta las últimas consecuencias de permitir a Bolsonaro continuar su carrera presidencial, a pesar de las violaciones de las normas electorales y de cualquier grado de civilización. 

La firma sobre la opereta se ha puesto inequivocablemente con el nombramiento del ex juez Moro como “superministro” de Justicia, gran persecutor que ocupará también las funciones de Seguridad Pública y Control de las Actividades Financieras. Al lado del también “súper” ministro de Hacienda, Planificación e Industria y Comercio Paulo Guedes, el Chicago boy que se encargará de rematar el país, ensayando un choque en varios niveles. La apuesta es que Bolsonaro pueda traer a la mesa de la “casa grande” esa mixtura de consentimiento y dominación que garantice finalmente una salida conservadora a la crisis, sin vacilación. 

Bolsonaro desde abajo: el elemento popular del fascismo

Cuentan de fuegos artificiales disparados en las favelas de todo el Brasil, la noche del domingo 28 de octubre de 2018. De un desfile de tanques salidos de los cuarteles para festejar en las calles de Rio, saludados por una multitud como libertadores. De pobres, negros, lesbianas y homosexuales festejando la victoria de su némesis: el neo presidente ha ganado también entre la población afrodescendiente, más de mitad del total de los brasileños.  

El hecho es que Bolsonaro, no él, las barbaridades que dice, producen consenso, despiertan un fascismo visceral. La promesa de seguridad y de trabajo vale para la pobre, el negro y la lesbiana más que el peligro que representan las palabras de odio pronunciadas contra las categorías sociales en las cuales se deberían reflejar, según la sociología. Del otro lado de la vereda, la “clase media”, sector que nunca se estiró tanto como en la historia reciente de Brasil, necesita mucho menos para dejarse convencer. Hace años que quiere cortarla con las cuotas en las universidades, el Bolsa Familia, la mucama con derechos. 

Frente a las profundas convulsiones sociales producidas por tamaña inyección de progreso, gana el orden. 

Asistimos así a la contradicción de una izquierda (PT, PSOL) que mantiene las posiciones en el parlamento, pero las pierde trágicamente en la sociedad, espectadora de un proceso de derechización del discurso público que ha permitido que buena parte de la campaña electoral se jugara con las minorías políticas (a veces mayorías sociales) como blanco privilegiado. 

El inicio de la crisis de la izquierda tiene fecha, es 2013, y por una vez tiende a hacer corresponder crisis política y crisis económica. Mientras en el “Brasil Potencia” se gastaban millones en la Confederations Cup y en el mundial, ese pueblo que hubiera vuelto a votar a Lula no importa por qué, protestaba contra el estado de los servicios públicos, el precio del transporte, empujaba el proceso para adelante. Varios tomaban la calle. El PT, los sindicatos y algunos de los movimientos sociales les dan la espalda, clasificándolos como amenaza. De ahí en adelante las calles se convierten en el escenario clave de la avanzada de una derecha movilizadora, que en los días álgidos del impeachment y del Lava Jato apuntala el golpe desde afuera de los palacios. 

El PT, que sigue siendo la referencia principal del pueblo trabajador brasileño, opta por el repliegue, por seguir las “reglas” cuando nadie más en la mesa lo está haciendo. Así nace la idea de elegir a Lula ministro, la defensa hasta la muerte anunciada de su candidatura, la negativa a una autocrítica sobre la corrupción, pero también las remeras con su cara de cuando era un joven líder metalúrgico. Una “propuesta de lucha” fundamentalmente electoral, que tiene el agravante de subestimar la disponibilidad al juego sucio de los adversarios –Moro filtra otra grabación que incrimina a Lula en los días previos al segundo turno- y de apostar a una segunda vuelta entre hombres fuertes que se revela suicida. Dicen algunos, se ha cambiado la lucha por la hegemonía en la sociedad con la hegemonía… de la izquierda. Mientras que el peor enemigo del pueblo brasileño los acusa de querer “transformar el país en Venezuela”, el PT renuncia al que quizás sea el carácter más valioso de esa experiencia: activar al pueblo.  

El final, de todas formas, no deja de ser tristemente sorpresivo. Frente a la promesa de un progreso incierto, el pueblo ha votado por más orden, eligiendo el espejismo bolsonarista de restituir el país “como era hace 50 años”. Nunca conviene quedar del lado del estatus quo en un momento de crisis.

Pero el final nunca es el final, optimismo de la voluntad. En la favela carioca de la Rocinha, ahí donde Bolsonaro ha recibido los votos que eran de Lula, no obstante, la promesa de “ametrallarla” desde un helicóptero para resolver el problema del narcotráfico, el buen sentido popular dice que una de las banderas de su campaña, armar a la población para que se defienda sola, es una pésima idea. Que las guerras como esas nunca se ganan, los pobres lo saben. Al fin y al cabo, aquí, como en todo el Brasil, Lula iba a vencer de nuevo, si no estaba preso. Algo querrá decir. O tal vez no, veremos.

 

[Publicado originariamente en “Revista Catarsis”, que se puede descargar libremente aquì]

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